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Novelas románticas en un solo lugar

reader.chapterDespertar en Cenizas


Alina

Un grito rasga el silencio, el mío, arrancado de las profundidades de un sueño febril que me deja jadeando, temblando, con el pecho ardiendo como si alguien hubiera encendido brasas bajo mi piel. El Claro de las Sombras Fracturadas me rodea, un infierno olvidado donde los pinos retorcidos gotean savia negra, formando figuras humanas que parecen susurrar maldiciones bajo un cielo carmesí que llora cenizas ardientes. El aire apesta a podredumbre y sangre, cada aliento quema mis pulmones mientras las cenizas se posan en mi piel, casi translúcida ahora, pálida como un cadáver. Las venas negras se extienden como raíces hambrientas bajo mi carne, robándome el poco calor que me queda. El colgante de obsidiana, fusionado a mi pecho, pulsa con un calor insoportable, y una voz helada, inhumana, murmura desde su núcleo oscuro: "Elige ahora".

Cierro los ojos, pero el eco de la visión no me suelta. Mi madre, Elena, estaba allí, su figura distorsionada, con ojos huecos que parecían atravesarme, manos ensangrentadas alcanzándome mientras su voz, un lamento roto, susurraba: "El verdadero sello exige todo". Su rostro, antes tan cálido, se desdibujaba en sombras, y el Corazón de las Lunas Profundo rugía detrás de ella, el lugar donde la perdí, donde su sangre manchó la obsidiana y el grito de su muerte aún resuena en mis huesos. Me despierto con un sollozo atrapado en la garganta, las lágrimas quemando en mis ojos casi ciegos, invadidos por esas malditas venas negras que nublan todo salvo el dolor.

—Alina… —La voz de Kael, grave y quebrada, me arranca de la pesadilla, aunque el mundo real no es mucho mejor. Está a mi lado, encorvado, su cuerpo musculoso temblando bajo el peso de heridas que no sanan. La sangre seca y la savia negra manchan su piel bronceada, vetas oscuras extendiéndose como garras desde el corte profundo en su pecho y el que atraviesa su flanco. Sus ojos ámbar, esos que una vez me prometieron refugio, están casi completamente rojos ahora, destellando con una corrupción que lo reclama cada día más. Su cabello oscuro cae revuelto, pegajoso por cenizas y sangre, y cuando intenta moverse, un gruñido de dolor escapa de sus labios apretados.

—Estoy aquí —susurro, aunque mi propia voz es un eco ronco, apenas un aliento cargado de desesperación. Intento alargar la mano hacia él, pero mi cuerpo protesta, los cortes en mi espalda y hombro arden, infectados por esa savia maldita que se retuerce bajo mi piel. Cada movimiento es una agonía, el colgante quemando más fuerte, como si quisiera fundirse con mi carne por completo. Miro a Kael, y el miedo me aprieta el corazón. No puedo perderlo a él también. No después de Elena. No después de todo.

El suelo bajo nosotros tiembla con un rugido gutural, como si la tierra misma llorara de dolor. Grietas se abren a nuestro alrededor, liberando un vapor verde tóxico que quema mi garganta, y el aire se vuelve aún más denso, sofocante. Kael levanta la cabeza, sus ojos entrecerrados buscando en la penumbra, y yo sigo su mirada, aunque apenas puedo distinguir las formas a través de la niebla oscura que cubre mi visión. Sombras se mueven en los bordes del claro, figuras líquidas con ojos rojos que brillan como brasas hambrientas. Mi pulso se acelera, un frío glacial recorriendo mi columna a pesar del calor corrupto que irradia de las grietas.

—Tenemos que irnos —gruñe Kael, su voz tensa, mientras intenta levantarse, una mano presionando su flanco herido. La savia negra gotea entre sus dedos, y por un instante, su tatuaje de garra en el antebrazo pulsa con una oscuridad tan intensa que parece absorber la poca luz que queda. Sé que está al borde, que cada transformación lo acerca más a convertirse en lo que teme, en una bestia del Abismo. Pero aun así, sus ojos buscan los míos, y en ese destello rojo veo una promesa muda: no me dejará caer.

Asiento, aunque el simple movimiento hace que el mundo gire a mi alrededor. Mi mano tiembla al buscar el libro de rituales que descansa a mi lado, sus páginas gastadas y manchadas con la sangre de mi madre. Lo aprieto contra mi pecho, junto al colgante, como si pudiera sentir a Elena a través del cuero desgastado. Su voz, sus advertencias, todo lo que me enseñó sobre el bosque y el sacrificio que ahora pesa sobre mí… no puedo dejar que su muerte sea en vano. Pero la culpa me ahoga, un nudo apretado en mi garganta. No la salvé. No sellé el portal. Y ahora, todo lo que queda de San Isidro, de este mundo roto, podría desvanecerse por mi culpa.

Un movimiento en las sombras me saca de mis pensamientos. Una figura robusta se recorta contra los pinos retorcidos, casi invisible entre la niebla y las cenizas que caen. Rafael Guzmán. Rafa. Lo reconozco por la cicatriz que cruza su mejilla y la postura rígida de cazador, su cuchillo rúnico vibrando en su mano con un zumbido perturbador, manchado de un ungüento negro que parece absorber la luz. Sus ojos fríos nos observan, cargados de un odio que me atraviesa como una hoja, pero hay algo más ahí, una grieta de confusión, de duda, que no entiendo. No dice nada, solo nos mira, su rostro endurecido por la furia y algo que no puedo descifrar. Mi cuerpo se tensa, el colgante pulsando más rápido, como si respondiera a su presencia. No sé si viene a matarme o a usarme, pero su traición, como la de la secta que lo abandonó, lo hace impredecible. Peligroso.

Antes de que pueda reaccionar, un aullido gutural corta el aire, un sonido que no es de este mundo, cargado de maldad y hambre. Luna. Mi estómago se retuerce al reconocerlo, el eco de su corrupción, ahora completa, resonando desde el bosque. Ya no es la hermana de Kael, no es la loba rebelde que conocí. Es un recipiente del Abismo, y ese aullido promete sangre. Kael se tensa a mi lado, su gruñido bajo vibrando en su pecho mientras sus ojos rojos barren el horizonte.

—No hay tiempo —dice, su voz más un rugido que palabras, mientras me ayuda a ponerme de pie. Sus manos ásperas sostienen las mías, temblando por el esfuerzo y el dolor, pero su agarre es firme, una ancla en medio de este caos. Mi visión se oscurece por un momento, las venas negras apretando mi mente como garras, pero me aferro a él, al calor de su piel contra la mía, aunque sea por un segundo. No puedo dejar que se vaya. No puedo dejar que el Abismo lo reclame.

El suelo tiembla de nuevo, más violento esta vez, y las sombras con ojos rojos emergen de las grietas, sus formas distorsionadas acercándose con un silencio antinatural. Mi corazón martillea mientras miro a Kael, luego al libro en mis manos. No hay tiempo para el duelo, no hay tiempo para desmoronarme por Elena, aunque su ausencia me quema más que el colgante. El Santuario de las Lunas Olvidadas nos espera, un lugar que he visto en visiones, un lugar de respuestas y de horrores. Si queda alguna esperanza de sellar el portal, de detener este mal, está allí.

—Vamos —susurro, mi voz quebrándose mientras las cenizas queman mis labios. Kael asiente, su mandíbula apretada, y comenzamos a correr, o más bien a tropezar, hacia el borde del claro, el bosque abriéndose ante nosotros como una boca hambrienta. Las sombras nos persiguen, sus siseos perforando el aire, y desde algún lugar detrás, siento la mirada de Rafa, un peso que no puedo ignorar. Mi mano libre aferra el libro de rituales, los dedos manchados de sangre seca rozando las páginas como si pudieran traer a mi madre de vuelta. Miro a Kael, su figura tambaleante pero decidida a mi lado, y un sollozo escapa de mí, apenas audible entre los rugidos de la tierra.

—No puedo perderte a ti también —murmuro, las palabras cayendo como un ruego al vacío, mientras nos adentramos en la oscuridad del Bosque Prohibido, el eco de los aullidos de Luna y el susurro del colgante persiguiéndonos en cada paso.