reader.chapter — Garras en la Penumbra
Alina
Un latido enfermo resuena en mi pecho, como si el colgante de obsidiana quisiera arrancarse de mi carne. Su susurro, “Elige”, me atraviesa como un cuchillo helado, y mis dedos tiemblan al rozar su superficie ardiente. Bajo el pino retorcido del Claro de las Sombras Fracturadas, el aire denso y podrido quema mis pulmones con cada respiro, cargado de un hedor a sangre y cenizas que no puedo sacarme de la cabeza. El cielo carmesí sigue derramando escamas ardientes que chismean al tocar el suelo, y el temblor gutural de la tierra parece un rugido constante, como si el Abismo mismo nos estuviera buscando. A mi alrededor, figuras grotescas de savia negra gotean de los troncos, sus contornos moviéndose apenas, susurrando maldiciones en una lengua que no entiendo pero que me perfora la mente como agujas.
Kael está a mi lado, sentado contra el tronco retorcido, su respiración entrecortada y áspera. El corte profundo en su pecho sigue goteando sangre, un rojo oscuro que se mezcla con el barro y las cenizas en su piel bronceada. Sus ojos ámbar destellan con un rojo inquietante cada pocos segundos, como si algo dentro de él luchara por salir. Me duele verlo así, tan roto, tan cerca del borde de algo que ambos tememos nombrar. Más allá, Elena se aferra al libro de rituales con manos temblorosas y quemadas, sus ojos hundidos fijos en las páginas como si pudiera encontrar una respuesta que ya no existe. Su rebozo, manchado de barro y sangre, cuelga de sus hombros como un peso muerto, y su silencio es más pesado que cualquier palabra que pudiera decir.
No hay descanso aquí. No hay paz. Cada músculo de mi cuerpo grita de agotamiento, las heridas en mi espalda y hombro arden como si la savia negra que las infecta estuviera viva, royendo mi carne con cada movimiento. Mi visión se oscurece más con cada parpadeo, vetas negras avanzando como telarañas sobre mis ojos, y el miedo de quedarme ciega, o de convertirme en algo peor, me aprieta el pecho hasta que apenas puedo respirar. La visión de San Isidro en llamas, de la Guarida consumida por fuego negro, sigue quemando detrás de mis párpados. ¿Qué debo elegir? ¿Mi vida? ¿La de Kael? ¿O algo más grande, algo que ni siquiera entiendo todavía? El colgante late de nuevo, y un escalofrío me recorre, helándome hasta los huesos a pesar del calor corrupto que irradia de él.
Un crujido seco rompe el silencio, y mi cabeza se dispara hacia la fuente del sonido. El suelo tiembla con más fuerza, y una grieta cercana, una de tantas que surcan este claro maldito, vomita un vapor verde tóxico que quema mi piel al rozarme. Pero no es solo el vapor. Algo se mueve dentro de la grieta, una sombra que no debería estar viva. Mi corazón se detiene cuando la figura emerge: una criatura humanoide hecha de savia negra, sus contornos temblando como si absorbieran la poca luz que queda. Sus garras, largas y retorcidas, parecen beber la penumbra, y sus ojos rojos brillan con un hambre que siento en mis entrañas. No es solo una amenaza. Es como si me conociera, como si me hubiera estado esperando.
—¡Atrás! —gruñe Kael, su voz grave y rota por el dolor mientras se pone de pie con un esfuerzo que hace que su rostro se contorsione. Sus manos se cierran en puños, y un rugido animal escapa de su garganta mientras su cuerpo comienza a cambiar. Puedo escuchar el crujido de sus huesos, un sonido que me revuelve el estómago, y sus músculos se tensan bajo su piel mientras garras brotan de sus dedos. Sus ojos se tiñen completamente de rojo por un instante antes de volver al ámbar, y el tatuaje de garra en su antebrazo pulsa con una oscuridad que parece viva. Se lanza hacia la criatura con una ferocidad que me paraliza, su cuerpo chocando contra la sombra con un impacto que resuena en el claro.
—¡Kael, no! —grito, mi voz temblorosa y quebrada mientras intento ponerme de pie, pero el dolor en mi espalda me dobla como si alguien hubiera clavado un hierro caliente en mi carne. Elena deja caer el libro y se arrastra hacia mí, sus manos quemadas intentan sostenerme, pero sus ojos están llenos de un terror que no puede ocultar.
—Quédate ahí, Alina —ordena Kael entre jadeos, su voz apenas humana mientras esquiva un golpe de las garras de la criatura. Pero no puede evitar el siguiente. Una garra roza su brazo, y un siseo escalofriante llena el aire mientras vetas negras se extienden desde la quemadura, marcando su piel como si la savia se hubiera hundido directo en su sangre. Su rugido de dolor es inhumano, una mezcla de hombre y bestia que me hiela la sangre, pero no se detiene. Con un movimiento brutal, clava sus propias garras en el torso de la criatura, y esta se disuelve en un charco de savia negra que gotea hacia la grieta de donde salió.
Kael cae de rodillas, jadeando, su mano presionando la nueva quemadura mientras las vetas negras se extienden lentamente por su brazo. Su respiración es un lamento roto, y cuando me mira, sus ojos ámbar-rojos están llenos de algo que no puedo soportar: miedo. No por él, sino por mí. Por lo que esto significa para ambos.
Me arrastro hacia él, ignorando el fuego en mis heridas, y mis manos tiemblan mientras toco su rostro, sintiendo el calor febril de su piel bajo mis dedos. Pero hay algo más, algo que me sacude hasta el núcleo. Durante el ataque, sentí algo. Una conexión. Como si esa criatura no solo me hubiera visto, sino que me hubiera reconocido. Como si la corrupción que corre por mis venas, esa misma savia negra que infecta mis heridas y oscurece mis ojos, la hubiera atraído. Mi magia contaminada vibra dentro de mí, un hambre que no entiendo pero que me aterra. ¿Y si yo soy el imán? ¿Y si cada paso que doy trae más de estas cosas hacia nosotros?
—Sentí… sentí que me conocía —murmuro, mi voz tan frágil que apenas puedo escucharla yo misma—. Como si yo la hubiera llamado.
Kael sacude la cabeza, su mano cubriendo la mía con una fuerza que desmiente su estado. —No eres tú, Alina. No lo eres. Esto es el Abismo. Es la Sombra. No dejes que te haga dudar. —Su tono es grave, protector, pero hay un temblor en él, un miedo que no puede ocultar. Sabe tan bien como yo que estamos perdiendo esta batalla, pedazo a pedazo.
Elena se arrastra más cerca, su mano tocando mi hombro con una suavidad que contrasta con el horror que nos rodea. —No podemos quedarnos, mija —dice, su voz quebrada, sin rastro de la esperanza que una vez intentó fingir—. Sea lo que sea esto, vendrán más. Lo siento en el aire.
Tiene razón. El Claro está vivo con un mal que no podemos ignorar. Los ojos rojos parpadean en la penumbra, multiplicándose en los bordes de mi visión borrosa, y el suelo tiembla de nuevo, como si algo más grande estuviera despertando bajo nosotros. Pero no puedo moverme todavía. No cuando Kael está así, herido, roto, y aun así luchando por mí. Me inclino hacia él, mi frente descansando contra la suya, y el calor de su aliento mezclado con el olor metálico de su sangre me envuelve. Mi corazón se retuerce, y antes de que pueda detenerme, mis labios encuentran los suyos en un beso desesperado, hambriento, cargado de todo el miedo y la necesidad que no puedo expresar con palabras.
Sus manos se aferran a mí, una en mi nuca, la otra presionando mi cintura con una urgencia que duele tanto como consuela. Su boca es áspera, desesperada, y por un momento, el mundo se reduce a este instante: el sabor salado de su piel, el calor de su cuerpo contra el mío, el latido de mi colgante sincronizado con el suyo. Es un refugio frágil, uno que sabemos no durará, pero que necesitamos más que el aire.
—No te dejaré ir —susurra contra mis labios, su voz áspera, rota, pero tan llena de determinación que me quiebra. Un sollozo se atasca en mi garganta, y no puedo responder, solo puedo aferrarme a él, mis dedos enredándose en su cabello revuelto mientras trato de grabar este momento en mi memoria. Porque ambos sabemos que podría ser el último.
El suelo tiembla de nuevo, un rugido lejano del Abismo resonando como un recordatorio cruel de que el tiempo se nos acaba. Nos separamos, jadeando, y miro hacia el horizonte donde San Isidro espera, envuelto en una niebla roja que promete más horrores. Kael se pone de pie con un gruñido de dolor, las vetas negras frescas marcando su brazo como un recordatorio de lo que acaba de costarle protegerme. Me tiende una mano, su postura rígida pero decidida, y yo la tomo, sintiendo el peso de nuestras heridas compartidas en cada movimiento.
Elena cierra el libro de rituales con un suspiro, su mirada perdida mientras se une a nosotros. No hay palabras. No hacen falta. Sabemos lo que viene. El peligro no termina aquí; apenas comienza. Mientras damos los primeros pasos hacia el pueblo, el colgante late una vez más en mi pecho, su susurro helado repitiendo esa palabra que me persigue: “Elige”. Y en la penumbra del Claro, más ojos rojos parpadean entre las sombras, observando, esperando. Sea lo que sea que nos espere en San Isidro, sé que será aún más oscuro de lo que puedo soportar imaginar.