reader.chapter — El Despertar del Hambre
Lea Vinter
Un cielo de penumbra perpetua se cernía sobre el Valle de las Cenizas, pesado como un sudario que sofocaba cualquier atisbo de esperanza. La luna carmesí derramaba su luz sangrienta sobre la tierra quemada, tiñendo de rojo las grietas que surcaban el suelo como heridas abiertas. En el centro de un círculo de piedras erosionadas, talladas por un tiempo que no perdona, yo temblaba. Mi cabello blanco, brillante bajo ese fulgor infernal, caía sobre mis hombros como un velo roto, y mi piel, translúcida hasta el punto de lo grotesco, dejaba entrever las venas plateadas que latían con un brillo enfermizo. Cada respiro era un esfuerzo, el aire cargado de ceniza y azufre raspando mi garganta como si intentara arrancarme la vida desde dentro.
Mis ojos, de un plateado cortante, se alzaron hacia la luna, buscando una guía que sabía perdida. Por un instante, un destello rojo, como brasas encendidas, cruzó mi mirada en el reflejo de una piedra pulida. El corazón se me detuvo, un golpe de terror puro atravesándome. ¿Era yo aún, o era ella? Antes de que pudiera aferrarme a ese pensamiento, el suelo bajo mis botas desgastadas gimió, un lamento profundo que vibró hasta mis huesos. Una grieta se abrió con un crujido seco, escupiendo un zarcillo de sombra líquida que se retorció como una serpiente hambrienta. Se enroscó en mi pierna con un frío voraz, quemando como escarcha que se clavaba en mi carne. Un jadeo escapó de mis labios, mi cuerpo inclinándose bajo el peso de esa cosa viva, hambrienta, que parecía conocerme más de lo que yo me conocía a mí misma.
"Ya estás aquí", susurró una voz en mi mente, antigua y gutural, cargada de una promesa que olía a podredumbre. La Voraz. Su tono se deslizó como aceite negro por mis pensamientos, llenando el vacío que el ritual del Abismo de las Runas había tallado en mi alma. Ese hueco, un abismo dentro de mí, donde mi humanidad se desvanecía con cada día que pasaba, era su puerta. Y ella sabía cómo abrirla. El zarcillo apretó más fuerte, deslizándose hacia la marca negra en mi brazo, esa herida pulsante que nunca sanaba, un recordatorio constante de lo que había sacrificado. El dolor estalló, agudo y eléctrico, arrancándome un grito que apenas alcanzó a formarse antes de que un temblor sísmico sacudiera el valle.
La tierra rugió, derrumbando cenizas y fragmentos de piedra a mi alrededor. El polvo se alzó como una cortina, cegándome, mientras el zarcillo se aferraba con más fuerza, su frío devorando mi calor, mi esencia. Mi piel parecía desvanecerse aún más, casi transparente bajo la luz carmesí, como si estuviera siendo borrada. Las piernas me temblaron, y caí de rodillas sobre la tierra quemada, mis manos arañando el suelo en un intento inútil de liberarme. El miedo, ese viejo compañero, me envolvió, pero no era solo por el dolor o por esa cosa que me atrapaba. Era el terror profundo, paralizante, de convertirme en lo que había visto en mis visiones: la heralda de La Voraz, una figura coronada de muerte, llevando el caos a Hexenberg. Mi hogar. Mi gente.
Un rugido desgarrador cortó el aire, arrancándome de mis pensamientos. Kyle. Mi corazón dio un vuelco al reconocer su voz, cruda de desesperación, resonando desde el otro lado del valle. A través de la nube de ceniza, lo vi: alto, musculoso, pero marcado por heridas que aún sangraban bajo vendajes improvisados. Sus ojos ámbar brillaban con furia y algo más profundo, algo que me apretó el pecho. Corría hacia mí, cada paso un desafío a su propio cuerpo roto, pero antes de que pudiera acercarse, una niebla carmesí se alzó del suelo como una barrera viva. Se retorció con una malicia sobrenatural, sus zarcillos gaseosos formando figuras que parecían reírse de nosotros. Kyle golpeó la niebla con un puño, sus nudillos ensangrentados dejando marcas que se disolvían al instante. Su rugido de frustración me atravesó, un eco de la impotencia que yo misma sentía.
Mi mente se aferró a él, a ese vínculo fracturado que aún latía entre nosotros, aunque apenas. Recordé el calor de su piel contra la mía, el pulso sincronizado de nuestras cicatrices en forma de media luna, un lazo que el Abismo había destrozado casi por completo. Por un instante, ese recuerdo me dio fuerza, un destello de esperanza en medio de la oscuridad. Pero la niebla lo mantuvo lejos, y el zarcillo en mi pierna apretó aún más, robándome el aliento. La soledad me aplastó, más pesada que cualquier herida. Estaba sola frente a esto, frente a ella. Y no sabía si tenía lo necesario para resistir.
La voz de La Voraz volvió, un susurro que se clavó como un cuchillo. "Ya estás aquí", repitió, y sentí cómo intentaba deslizarse más profundo, llenando los huecos de mi mente con imágenes de sangre y ceniza, de mí misma alzándome como su instrumento. Mi cuerpo tembló, no solo por el frío de la sombra, sino por el peso de esa posibilidad. ¿Y si no había vuelta atrás? ¿Y si todo lo que había sacrificado en el Abismo no había sido suficiente? Mis dedos se cerraron sobre la tierra, las uñas rompiéndose contra la piedra, buscando un ancla, algo que me recordara quién era. Pero el vacío dentro de mí crecía, y con él, la certeza de que La Voraz no mentía. Estaba aquí. Siempre había estado aquí.
Un rugido inhumano rasgó el silencio desde la distancia, un sonido que no pertenecía a este mundo. Mis ojos se alzaron, siguiendo el eco hacia el Bosque Primordial, donde los árboles retorcidos parecían inclinarse como si temieran lo que emergía de sus sombras. Entonces lo escuché, un grito de triunfo fanático que heló mi sangre más que cualquier zarcillo. "¡El hambre final ha comenzado!", proclamó Erich Stahl, su voz resonando como un trueno desde algún lugar profundo, quizás desde el mismísimo Trono de Hueso. Podía imaginarlo, robusto y encorvado por sus heridas, pero con esos ojos azul hielo brillando con un rojo enfermizo, el fragmento del sello incrustado en su brazo pulsando con un poder que no debía tocar. Sus palabras eran una sentencia, una promesa de caos que se alzaba como una ola hacia Hexenberg.
El zarcillo en mi pierna se tensó una vez más, arrancándome un jadeo mientras mi cuerpo cedía por completo. Caí hacia adelante, mis rodillas hundiéndose en la ceniza, mi visión borrosa por el dolor y el agotamiento. Mi piel, casi completamente transparente ahora, parecía deshacerse bajo la luz de la luna carmesí, y mis ojos, al alzarse hacia el cielo, destellaron con ese rojo que tanto temía. Otro temblor sacudió el valle, un rugido sordo que hizo caer más piedras a mi alrededor, pero apenas lo sentí. Todo lo que podía escuchar era el eco de las palabras de Erich, resonando en el aire cargado de ceniza como una maldición. "El hambre final ha comenzado". Y mientras el zarcillo se aferraba a mí con una posesión implacable, supe que esto era solo el principio.