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Novelas románticas en un solo lugar

reader.chapterCenizas de la Alianza


Mira Falke

Apoyada en una lanza improvisada, siento el peso del mundo en mis hombros mientras observo las ruinas humeantes de la Guarida de la Manada Ostmark. El cielo, una bóveda de penumbra perpetua, aplasta cualquier esperanza de luz, y la luna carmesí apenas se filtra, tiñendo de rojo enfermizo la fogata central que parpadea como un corazón moribundo. El aire apesta a humo y sangre seca, un recordatorio constante de las batallas que nos han destrozado. Cenizas danzan en una brisa helada, pegándose a mi piel morena, y cada movimiento despierta un latigazo de dolor en mi hombro y mi costado, donde las heridas frescas bajo vendajes improvisados se niegan a sanar. Mis ojos verdes recorren los rostros agotados de lobos y aldeanos reunidos en este campo de desolación, una mezcla de desconfianza y miedo tallada en cada mirada. Sé que este momento puede rompernos o salvarnos, y el nudo en mi pecho se aprieta con cada respiración que arde en mis pulmones.

Los lobos, con sus pelajes grises y negros manchados de ceniza, gruñen entre sí, sus colmillos brillando bajo la luz mortecina. Algunos aún llevan las marcas de la última emboscada de Erich, cicatrices frescas que cruzan sus flancos como mapas de traición. Los aldeanos de Hexenberg, aferrados a talismanes lunares y cuchillos de hierro, forman un círculo apretado, sus rostros curtidos por inviernos implacables ahora endurecidos por algo más oscuro: el temor a lo que acecha más allá del bosque. Siento sus ojos sobre mí, pesados como cadenas, mientras intento enderezarme a pesar del temblor que recorre mis piernas. Soy beta de la manada Ostmark, confidente de Lea, un puente entre dos mundos que se odian, pero hoy cada paso se siente como caminar sobre brasas.

—Mira, ¿qué hacemos aquí? —gruñe un lobo joven, su pelaje erizado y sus ojos ámbar entrecerrados. Su tono corta el aire como una garra, y varios de sus compañeros asienten, sus colmillos destellando en un coro de desconfianza—. ¿Por qué traes a estos humanos a nuestra guarida? Huelen a miedo y traición.

Antes de que pueda responder, un aldeano canoso, con el rostro surcado por arrugas como grietas en piedra, escupe al suelo, su voz un murmullo resentido. —Traición, dice el lobo. ¿Y qué hay de las veces que su manada desgarró nuestras casas? ¿Por qué deberíamos luchar junto a bestias?

El gruñido que estalla entre los lobos es un trueno, y el aire se carga de una tensión que puedo saborear, amarga como el hierro. Mi mano tiembla al apretar la lanza, no por debilidad, sino por el esfuerzo de contener el caos que amenaza con devorarnos. El colgante bajo mi chaqueta desgarrada quema contra mi pecho, un secreto grabado con runas que no debería cargar. Si supieran… No, no puedo pensar en eso ahora. Levanto una mano, intentando imponer silencio, aunque mi voz sale quebrada por el dolor que muerde mis costillas con cada palabra.

—Escuchen, todos ustedes —digo, forzando cada sílaba a pesar del ardor en mi garganta—. Si no nos unimos ahora, no quedará nada que defender. Lea nos necesita, y Hexenberg no sobrevivirá sola. Erich y lo que sea que esté despertando en el Valle de las Cenizas nos consumirá a todos si seguimos divididos.

El nombre de Lea pesa en el aire como una promesa rota. Ella está allá fuera, en el Valle, luchando contra un horror que apenas comprendemos, y yo estoy aquí, incapaz de alcanzarla, incapaz siquiera de mantener unida esta frágil alianza. Mis ojos se desvían por un instante hacia Torvald, el aldeano curtido que está a mi lado, su hacha apoyada en el hombro como una sentencia. Su mirada es pesada, cargada de una duda que no pronuncia, pero que siento como un puñal en mi espalda. Él sabe. O al menos sospecha. Hace semanas, en un momento de debilidad mientras vendábamos heridas tras el ataque de Erich, dejé escapar mi temor sobre mi sangre, sobre lo que podría significar. Y ahora, cada vez que alguien me mira demasiado tiempo, siento que el secreto se filtra como veneno.

—¿Por qué deberíamos confiar en ti? —interrumpe el lobo joven, dando un paso adelante, su voz un gruñido bajo que hace que otros se giren hacia mí con ojos entrecerrados—. ¿Qué escondes, Mira? Hay rumores. Susurros sobre ti, sobre sangre que no es lobuna.

Mi corazón se detiene por un latido, el frío recorriendo mi columna como un zarcillo de sombra. Mi mano instintivamente roza el borde de mi chaqueta, donde el colgante se oculta, pero me detengo, forzando una calma que no siento. No puedo dejar que vean mi miedo. No ahora. —Lo único que escondo es el cansancio de ver más sangre derramada —respondo, mi tono más duro de lo que pretendo, pero necesario—. La amenaza no soy yo. Es Erich. Es lo que sea que está rugiendo en el Valle. Si quieren sobrevivir, dejen de morderse entre sí y miren al verdadero enemigo.

Torvald sigue en silencio, pero su mandíbula se tensa, y sé que está librando su propia batalla interna. ¿Lealtad o verdad? Sus ojos grises, duros como el acero, se clavan en los míos por un instante antes de desviarse hacia el suelo. No dice nada, pero el peso de su silencio es más fuerte que cualquier acusación. A mi alrededor, los susurros comienzan a crecer, palabras apenas audibles que se deslizan entre los lobos y aldeanos como serpientes. “Sangre de curadora”, murmuran algunos. “Traición”, sisean otros. Mi piel se eriza, no por el frío que muerde el aire, sino por la certeza de que cada palabra es un ladrillo en el muro que podría aislarme de todos.

Antes de que la tensión se rompa en algo más violento, la tierra bajo nuestros pies tiembla. Es un rugido profundo, gutural, que sube desde las entrañas del mundo y hace que las cenizas caigan como una lluvia gris. Las cabañas derrumbadas crujen, y un par de lobos retroceden con las orejas gachas, mientras los aldeanos aferran sus talismanes con dedos temblorosos. Desde la dirección del Valle de las Cenizas, un sonido inhumano rasga la noche, un eco de algo antiguo y hambriento que envía un escalofrío colectivo a través de la multitud. Mi propio cuerpo se tensa, el dolor de mis heridas olvidado por un instante mientras el miedo primordial me agarra con garras heladas.

—¡Eso es lo que enfrentamos! —grito, aprovechando el terror compartido para forzar sus miradas hacia mí—. No hay tiempo para peleas entre nosotros. El Valle está despertando algo que no podemos ignorar. Propongo patrullas mixtas hacia el Bosque Primordial. Lobos y humanos, juntos, para buscar respuestas, para proteger lo que queda. ¿Alguien se opone?

El silencio que sigue es frágil, cargado de desconfianza, pero el rugido distante parece haber apagado las brasas de la discordia, al menos por ahora. El aldeano canoso murmura algo, pero asiente a regañadientes, y el lobo joven retrocede un paso, aunque sus ojos no dejan de perforarme. Torvald, finalmente, habla, su voz grave como el crujir de la madera. —Estoy con Mira. Por ahora. Pero esto no significa que olvide.

Sus palabras son un filo envuelto en terciopelo, y siento el peso de lo que no dice. Mis dedos aprietan la lanza con más fuerza mientras observo cómo los grupos comienzan a dispersarse, formándose en patrullas mixtas con miradas de recelo que no se molestan en ocultar. Cada paso que dan juntos es un milagro, pero también una bomba de tiempo. Sé que no durará si la verdad sobre mí sale a la luz. Y con cada susurro que aún flota en el aire, siento que el reloj avanza más rápido.

Me quedo atrás por un momento, mientras los demás se mueven hacia el borde de la guarida, mi mirada fija en la fogata moribunda. Las llamas parpadean débilmente, como si supieran que no hay calor suficiente para mantenernos unidos. Mi mano roza el colgante oculto bajo mi chaqueta, su peso un recordatorio constante de lo que podría perder. Si este secreto se desvela, todo por lo que he luchado—mi lugar en la manada, mi amistad con Lea, esta alianza desesperada—se desmoronará como ceniza al viento. Un aullido distante resuena en la noche, un eco que no sé si es de nuestros lobos o de algo mucho más siniestro, pero que me recuerda una verdad ineludible: el tiempo se agota.