reader.chapter — El Susurro del Abismo
Alina
Desperté en un abismo de oscuridad, donde el cielo se retorcía sobre mí, alternando entre un negro absoluto que devoraba toda esperanza y un rojo pulsante que parecía sangrar de heridas invisibles. Mi respiración jadeante resonaba en el silencio opresivo, mezclándose con un goteo viscoso que caía de los árboles retorcidos a mi alrededor. La savia negra se deslizaba por los troncos, formando rostros distorsionados que me miraban con ojos huecos, como si conocieran cada uno de mis pecados. Una brisa helada rozó mi piel, erizando cada vello de mi cuerpo, y en su susurro llegó mi nombre, pronunciado con la voz rota de mi padre, un eco de pérdida que me atravesó el pecho como una daga.
—Alina... —susurró de nuevo, y el sonido me hizo retroceder, mis botas resbalando en el suelo musgoso que latía bajo mis pies como un corazón herido.
Mi mano voló instintivamente al colgante de obsidiana que descansaba sobre mi pecho. Quemaba con un frío insoportable, como si intentara congelar mi alma, y un destello rojo siniestro parpadeó en su superficie, reflejando el cielo enfermo. Cada latido de mi corazón parecía sincronizarse con el dolor sordo que emanaba de las venas negras marcando mi piel, extendiéndose desde mi palma hasta mi pecho, un recordatorio constante de la corrupción que me devoraba poco a poco. Mi cabello, pegado a mi rostro por el sudor y la suciedad del bosque, caía en mechones desordenados, y mis ojos oscuros, hundidos por el agotamiento, buscaban desesperadamente una salida en la niebla densa que me rodeaba.
Los árboles se inclinaron hacia mí, sus ramas desnudas arañando el aire como dedos ansiosos. La savia formó palabras que no pude leer, pero que sentí como una maldición grabada en mi piel. El aire, cargado de un olor a ceniza y sangre antigua, me ahogaba, apretando mi garganta con cada inhalación. Y entonces lo escuché de nuevo, más fuerte, más desesperado: mi nombre, un lamento que no podía ignorar. Cerré los ojos, intentando bloquear el sonido, pero solo logré ver el rostro de mi padre, pálido y quebrado, como lo había imaginado tantas veces desde que mi madre me habló de su sacrificio. La culpa me aplastó, un peso que no podía sacudirme, no después de desatar a La Sombra, no después de las vidas que se habían perdido por mi culpa.
Un crujido seco me arrancó de mis pensamientos, y mis ojos se abrieron de golpe. La niebla se arremolinó frente a mí, tomando forma, y de ella emergió una figura encapuchada, su rostro oculto bajo sombras más densas que la noche misma. En su mano sostenía una daga, idéntica a la que había visto en visiones de sacrificio, su hoja grabada con runas que brillaban con un rojo enfermizo. Mi aliento se atoró en mi garganta mientras la figura avanzaba, sus pasos silenciosos pero pesados, como si la tierra misma temblara bajo su presencia. El colgante en mi pecho vibró con más intensidad, el frío quemando mi piel hasta que un jadeo escapó de mis labios.
—Tu sangre abrirá el sello final, o lo cerrará para siempre —pronunció la figura, su voz sibilante resonando en mi mente con una claridad aterradora, aunque las palabras eran en una lengua que no debería entender. Cada sílaba se clavó en mi alma, dejando un eco de miedo y confusión. ¿Abrir el sello? ¿Cerrar algo que ni siquiera comprendía? Mis manos temblaron, y el dolor de las venas negras se intensificó, como si respondieran a la profecía, como si mi propio cuerpo supiera lo que yo no podía aceptar.
Antes de que pudiera responder, el suelo bajo mis pies se estremeció violentamente, un temblor que hizo que los árboles gimieran y la savia negra cayera en cascadas más gruesas. La figura levantó la daga, y por un instante, juré que vi mis propios ojos reflejados en la hoja, oscuros y llenos de un terror que apenas reconocía. Luego, sin previo aviso, la figura se disolvió en sombras líquidas, deslizándose entre los troncos como un susurro de muerte, dejándome sola con el eco de sus palabras latiendo en mi cabeza.
Me quedé paralizada, el miedo anclándome al suelo viscoso. Mi pecho subía y bajaba con respiraciones rápidas, superficies, mientras el colgante seguía ardiendo contra mi piel. ¿Qué significaba esa profecía? ¿Era mi sangre la clave de todo, o la condena de todos los que me rodeaban? La culpa por Luna, atrapada en un letargo mágico por mi culpa, y por cada lobo caído de la manada de Kael, apretó mi corazón hasta que dolió más que la corrupción en mi cuerpo. No era suficiente. Nunca lo sería. Y aun así, algo dentro de mí, una chispa endurecida por el trauma, se negaba a rendirse, incluso si no sabía por dónde empezar.
—¡Alina, despierta! —gruñó una voz grave, arrancándome de la bruma de mi mente. Unas manos ásperas me sacudieron con urgencia, y el mundo volvió a enfocarse. Kael estaba frente a mí, su rostro ensangrentado, con cortes frescos marcando su piel bronceada y sangre seca pegada a su mandíbula cuadrada. Sus ojos ámbar, normalmente tan firmes, estaban cargados de una desesperación que me heló la sangre más que el colgante. Su cabello oscuro caía revuelto sobre su frente, y su respiración entrecortada revelaba el esfuerzo de lo que fuera que habíamos estado corriendo. Sus cicatrices, viejas y nuevas, cruzaban su torso musculoso bajo la ropa rasgada, un recordatorio de las batallas que había librado por mí, por su manada, por un bosque que parecía decidido a consumirnos a ambos.
—¿Qué... qué pasó? —mi voz tembló, suave pero cargada de una emoción que apenas podía contener. Intenté levantarme, pero mis piernas cedieron, y Kael me sostuvo, su agarre firme pero tembloroso. Su calor contrastaba con el frío que me rodeaba, y por un instante, me permití apoyarme en él, aunque sabía que no podía permitirme esa debilidad por mucho tiempo.
—No hay tiempo —gruñó, su tono cortante mientras miraba sobre su hombro, sus ojos escaneando la niebla densa que nos envolvía. Sus músculos se tensaron bajo mi toque, y su mano áspera rozó la mía, un gesto pequeño pero cargado de una necesidad cruda, como si temiera que me desvaneciera si me soltaba. El roce envió una corriente por mi piel, una mezcla de miedo y algo más profundo, algo que no tenía espacio en este infierno. Pero no pude evitarlo; necesitaba ese ancla, incluso si sabía que cada conexión con él me acercaba más a un peligro que no podía nombrar.
Un aullido inhumano rasgó el aire, un sonido que no pertenecía a la manada de Kael, ni a ningún lobo que hubiera escuchado antes. Era profundo, gutural, como si viniera de las entrañas mismas de la tierra, y hizo que mi sangre se helara. Kael maldijo por lo bajo, su tatuaje de garra en el antebrazo oscureciéndose bajo la luz rojiza del cielo, como si el bosque lo reclamara aún más. El colgante destelló con un rojo más intenso, y el dolor de las venas negras latió con fuerza, extendiéndose como raíces envenenadas hacia mi corazón. Cada pulso era un recordatorio de la corrupción que me consumía, de la magia que había regresado a mí contaminada, inestable, un eco oscuro de lo que debería haber sido.
—¡Corre! —ordenó Kael, su voz un rugido bajo mientras me jalaba con él. Mis piernas protestaron, cada músculo gritando por el cansancio y las heridas frescas que marcaban mi piel, pero no había otra opción. La niebla nos tragó mientras corríamos, el suelo temblando bajo nuestros pies como si algo inmenso se moviera en las profundidades del Abismo. Los árboles sangraban más savia, sus ramas arañando el aire a nuestro paso, y el aullido se intensificó, acercándose, mezclado con el latido de mi propia sangre en mis oídos.
Miré a Kael por un instante, su perfil endurecido por la determinación, pero también por algo más, un miedo que rara vez veía en él. Mi mano tembló en la suya, y el colgante vibró de nuevo, su luz roja cortando la niebla como un faro de peligro. No sabía qué nos perseguía, ni si escaparíamos de este infierno retorcido. Solo sabía que, mientras corríamos juntos, el peso de la profecía y la corrupción en mi cuerpo me seguían más de cerca que cualquier bestia. Y en el fondo de mi mente, un susurro helado, apenas audible, prometía que esto era solo el comienzo.