reader.chapter — La Sombra en el Espejo
Lea Vinter
Apenas el sol comenzaba a desvanecerse detrás de un velo de nubes grises, mi camioneta traqueteó hasta detenerse frente a la Mansión Vinter. El viento ululaba como un lobo hambriento, colándose por las grietas de la fachada gótica de piedra negra, que se alzaba como un cadáver arquitectónico contra el cielo moribundo. Las torres parecían garras listas para rasgar la penumbra, y las ventanas arqueadas me observaban con un resplandor pálido, como si supieran algo que yo no. Mi aliento se condensó en el aire frío mientras descargaba mi mochila, el peso de la soledad cayendo sobre mis hombros con más fuerza que cualquier equipaje.
Crucé el umbral con un nudo en la garganta, el crujir de las tablas bajo mis botas resonando como un lamento en el silencio opresivo. El olor a humedad y musgo me golpeó de inmediato, un aroma que tiró de recuerdos enterrados: las tardes de infancia corriendo por estos pasillos, la voz áspera de mi abuela contándome historias de magia y lobos que entonces creía solo cuentos. Ahora, sin ella, este lugar se sentía como un mausoleo, un recordatorio de todo lo que había perdido. ¿Por qué me dejó esta mansión? ¿Por qué no me dijo nada antes de irse? Me pregunté, mientras mis pasos vacilantes me llevaban al vestíbulo, donde una lámpara de araña cubierta de polvo colgaba como un esqueleto de cristal.
El frío se colaba por las rendijas y me acariciaba la piel con dedos helados, haciendo que me abrazara a mí misma mientras subía la escalera chirriante hacia el segundo piso. Escogí la habitación que solía ser de mi abuela, al final del pasillo, empujando la puerta con un gemido que parecía un suspiro humano. La cama de madera oscura estaba cubierta de polvo, y las cortinas de terciopelo estaban tan desgastadas que parecían desintegrarse con solo mirarlas. Dejé mi mochila en el suelo y comencé a desempacar con manos temblorosas, sacando una foto vieja de nosotras dos, tomada en un verano que ahora sentía como un sueño. Sus ojos grises, idénticos a los míos, me miraban desde el papel desgastado, y un nudo se apretó en mi pecho. “¿Qué querías que encontrara aquí, abuela?” murmuré para mí misma, aunque sabía que no habría respuesta.
Mientras doblaba una camiseta oscura y la colocaba en un cajón que olía a madera podrida, mis dedos rozaron algo frío y metálico. Fruncí el ceño y tiré del cajón con más fuerza, revelando un pequeño diario encuadernado en cuero negro, cerrado con un candado oxidado. Mi corazón dio un salto. Las páginas estaban amarillentas en los bordes, y el cuero estaba marcado con lo que parecían runas, aunque no tenía idea de lo que significaban. Lo sostuve con cuidado, como si pudiera romperse o morderme, y pasé el pulgar por el candado. ¿Qué secretos guardaba? ¿Por qué lo escondió aquí? Mi mente giraba con preguntas, pero no había manera de abrirlo, no sin una llave que no tenía. Aun así, algo en mi interior rugió, una determinación que no reconocí como mía. No descansaría hasta descubrir lo que escondía.
Dejé el diario sobre la cama y decidí explorar más, atraída por un impulso que no podía explicar. Bajé al salón principal, donde el aire era aún más pesado, cargado con un silencio que parecía contener el aliento. Mis botas resonaban contra el suelo de mármol agrietado, y mis ojos se detuvieron en un espejo antiguo que colgaba en una pared, su marco de hierro forjado retorcido como ramas desnudas. Era enorme, ocupando casi toda la altura de la habitación, y el vidrio estaba manchado por el tiempo, pero aún reflejaba mi figura esbelta envuelta en jeans ajustados y una camiseta negra. Me acerqué, atraída por algo que no podía nombrar, y me detuve frente a mi reflejo, buscando algo familiar en medio de tanto desconocido.
Fue entonces cuando ocurrió. Mis ojos, grises como tormentas lejanas, comenzaron a cambiar. Un destello plateado cruzó por ellos, afilando mis pupilas hasta que se convirtieron en las de un lobo, salvajes y hambrientos. Mi respiración se detuvo, un jadeo atrapado en mi garganta mientras mi corazón latía como un tambor en mi pecho. “¿Qué demonios...?” susurré, retrocediendo un paso mientras el miedo me apretaba las entrañas. Pero no podía apartar la mirada. Esa cosa en el espejo no era yo... o tal vez sí lo era. Mis manos temblaban cuando las levanté para tocar mi rostro, como si pudiera borrar lo que veía, y entonces lo sentí: un pulso cálido en mi muñeca izquierda. Miré hacia abajo, y ahí estaba, la cicatriz en forma de media luna que había tenido desde que podía recordar, latiendo con un brillo plateado tenue, como si la luna misma viviera bajo mi piel.
El pánico me envolvió, pero también había algo más, algo que quemaba bajo el miedo. Poder. Era como si una corriente eléctrica recorriera mis venas, despierta por primera vez, susurrándome promesas que no entendía. Me tambaleé hacia atrás, chocando contra una mesa cubierta de polvo, y el espejo pareció oscurecerse, como si hubiera visto suficiente. “Esto no puede ser real,” me dije, aunque mi voz temblaba tanto que apenas la reconocí. Pero lo era. Lo sentía en cada latido, en cada pulso de esa maldita cicatriz que ahora parecía viva. ¿Qué estaba pasando conmigo? ¿Qué había hecho mi abuela para prepararme para esto... o para protegerme de ello?
Mis piernas cedieron, y me senté en el borde de un sillón raído, tratando de ordenar mis pensamientos mientras el frío de la mansión se filtraba más profundo en mis huesos. Miré hacia las ventanas, hacia el bosque de Hexenberg que se extendía como un mar de sombras más allá del vidrio agrietado. La bruma se arrastraba entre los árboles retorcidos, y por un momento, juré que vi un par de ojos ámbar brillando en la penumbra, observándome. Un escalofrío me recorrió la espalda, y me abracé con más fuerza, sintiendo que algo o alguien me vigilaba desde las profundidades de ese bosque. Pero no había nadie, no podía haberlo. ¿O sí?
Regresé a la habitación con pasos rápidos, el eco de mis propios movimientos persiguiéndome como un fantasma. Me senté en el borde de la cama polvorienta, el diario cerrado descansando en mis manos como un peso que no podía soltar. La luz plateada en mi muñeca parpadeaba débilmente, un recordatorio de lo que había visto, de lo que ahora sabía que vivía dentro de mí. Mis ojos volvieron a la ventana, al bosque que parecía susurrar secretos oscuros con cada ráfaga de viento. No podía sacudirme la sensación de que algo me esperaba ahí fuera, algo que cambiaría todo. Y mientras el silencio de la Mansión Vinter me envolvía como una tumba, supe que no había vuelta atrás.