reader.chapter — El Peso de los Sueños
Alina
Desperté con un jadeo, el corazón golpeando contra mi pecho como si quisiera escapar. La oscuridad de mi habitación en la casa de adobe de mi madre, Elena, apenas se rompía con la luz tenue del amanecer que se colaba por la ventana polvorienta. Mi piel estaba pegajosa de sudor, y mis manos temblaban mientras tocaban el colgante de obsidiana que descansaba sobre mi esternón. Vibraba, helado, como si algo vivo latiera dentro de la piedra negra, respondiendo a las imágenes que aún danzaban detrás de mis párpados cerrados. Lobos. Sus ojos brillaban como brasas bajo una luna teñida de sangre, corriendo entre pinos retorcidos en un bosque que no debería conocer, pero que sentía como mío. Y luego, el ritual: una figura encapuchada, una daga alzada sobre un altar de piedra, un susurro que no llegaba a ser palabra pero que me helaba la sangre.
Me senté en el borde de la cama, el crujir de la madera vieja bajo mi peso rompiendo el silencio opresivo de la casa. El aire olía a hierbas medicinales, un aroma que siempre asociaba con mi madre y sus remedios, pero esa mañana se sentía como una cadenas invisibles, recordándome lo atrapada que estaba aquí, en este pueblo olvidado de San Isidro. Mi respiración se estabilizó, pero el nudo en mi pecho no se deshacía. Ese sueño no era nuevo; había comenzado a los dieciséis, después de la muerte de mi abuela, cuando me dejó este colgante como un peso que no entendía pero que no podía soltar. Cada vez que lo soñaba, el bosque de Tenango se sentía más real, más cercano, como si me llamara con una voz que no podía escuchar pero sí sentir, tirando de algo profundo dentro de mí.
Me acerqué a la ventana, apartando la cortina raída con un movimiento lento, casi temeroso. Allí estaba, el bosque prohibido, alzándose en el horizonte como una muralla de sombras verdes y grises, envuelto en una niebla que parecía viva, serpenteando entre los árboles. Mi abuela solía susurrarme historias sobre ese lugar, cuentos de espíritus y pactos antiguos, de una magia que latía en la tierra misma. Sus palabras siempre tenían un tono de reverencia, pero también de advertencia, como si supiera algo que yo no. “El bosque guarda secretos, Alina,” me decía, sus ojos oscuros brillando con un conocimiento que ahora desearía haber preguntado más. Pero entonces solo era una niña, y ahora, a los veintitrés, esas historias eran lo único que tenía para llenar el vacío de mi pasado, de un padre que nunca conocí, de una historia familiar que mi madre se negaba a contar.
Un escalofrío me recorrió la espalda al pensar en Elena. Ella siempre había sido un muro entre mí y ese lugar. “Nunca te acerques al bosque,” me repetía desde que tengo memoria, su voz firme como el hierro, sus ojos cargados de un miedo que no entendía. Pero, ¿por qué? ¿Qué había allí que la aterrorizaba tanto? ¿Qué sabía ella que yo no? Mi vida en San Isidro era un círculo interminable de restricciones: las reglas de mi madre, las miradas desconfiadas de los vecinos que siempre parecían susurrar a mis espaldas, las tareas monótonas que llenaban mis días sin darme un propósito. Me sentía como un pájaro con alas atadas, mirando un cielo que no podía alcanzar. Y el bosque… el bosque era ese cielo, un lugar de misterio y peligro, sí, pero también de respuestas. Lo sabía en mis huesos, aunque no pudiera explicarlo.
Mis dedos se cerraron alrededor del colgante, su frío mordiendo mi piel. Cada vez que lo tocaba, sentía una conexión, algo que iba más allá de la piedra misma, como si fuera un puente hacia algo que había olvidado. O que me habían hecho olvidar. Mi abuela lo llevaba siempre, y cuando me lo dio en su lecho de muerte, sus manos arrugadas temblaban mientras lo ponía en las mías. “Cuídalo, mija,” había dicho, su voz apenas un suspiro. “Te guiará cuando lo necesites.” ¿Guiarme hacia qué? Esa pregunta me había perseguido durante años, y ahora, con cada sueño, se volvía más pesada, más urgente.
Un murmullo bajo rompió mis pensamientos, viniendo desde la cocina. Era mi madre, rezando otra vez. Me acerqué a la puerta de mi habitación, abriéndola apenas lo suficiente para escuchar. Su voz, siempre firme pero ahora teñida de una tristeza que no podía disimular, recitaba palabras que se mezclaban con el crepitar del fuego de leña. “Protégenos de las sombras… no dejes que el pasado regrese…” Sus palabras eran un eco de advertencias que había escuchado toda mi vida, pero esta vez me golpearon diferente, como si escondieran una verdad que ella no quería que descubriera. Sentí un frío que no tenía nada que ver con la brisa matutina colándose por las rendijas de la casa. ¿Qué pasado? ¿Qué sombras? Mi madre siempre había sido un enigma, un libro cerrado con páginas arrancadas, y cada vez que intentaba preguntar, sus labios se apretaban y sus ojos se oscurecían, como si el simple hecho de hablar pudiera invocar algo terrible.
Me apoyé contra la pared, el silencio de la casa volviéndose más pesado, casi sofocante, mientras el calor de la cocina contrastaba con el frío que se arremolinaba dentro de mí. No podía seguir así, viviendo a medias, atrapada entre el miedo de mi madre y el mío propio. Había algo en ese bosque, algo que tenía que ver conmigo, con mi sangre, con mis sueños. Y ese colgante… lo sabía. Lo sentía vibrar contra mi piel, como si quisiera hablarme, como si quisiera que entendiera. Pero, ¿cómo podía desobedecer a Elena? La culpa me apretó el pecho al pensar en su rostro endurecido por la preocupación, en las líneas que marcaban su piel como un mapa de sacrificios que no comprendía. La amaba, pero también sentía que su amor era una jaula, una que me mantenía segura pero me asfixiaba.
Volví al borde de mi cama, sentándome con las manos apretadas sobre el colgante. Mi cabello negro caía desordenado sobre mis hombros, y me lo aparté con un gesto impaciente, como si pudiera apartar también la confusión que me consumía. No podía ignorar más esto. No podía seguir viviendo en la ignorancia, dejando que el miedo de otros dictara mi vida. Tenía que saber. Sobre el bosque, sobre los sueños, sobre mí misma. Susurré para mí misma, mi voz apenas audible, cargada de una determinación que no sabía que tenía hasta ese momento. “No puedo seguir así. Tengo que encontrar respuestas.”
Un sonido distante me hizo congelarme, el corazón saltando de nuevo en mi pecho. Era un aullido, profundo y resonante, viniendo desde el bosque al anochecer. No era la primera vez que lo escuchaba, pero esta vez fue diferente, más claro, más cercano, como si me llamara por mi nombre. Mi colgante vibró con más fuerza, un pulso frío que recorrió mi piel como un escalofrío eléctrico. Me acerqué a la ventana otra vez, mis ojos fijos en la línea oscura de los árboles que se alzaban contra el cielo que se desvanecía en tonos de púrpura y gris. El bosque parecía vivo, sus sombras moviéndose como si me observaran, como si supieran que había tomado una decisión.
Y en ese momento, supe que no había vuelta atrás.