reader.chapter — Secretos en la Cocina
Alina
Un aroma cálido a maíz tostado me envuelve al entrar en la cocina, donde el crepitar del fuego bajo la estufa de leña llena el silencio de la tarde. La luz del atardecer se cuela por la ventana polvorienta, tiñendo las paredes de adobe de un naranja suave que parece prometer calma, pero el aire está cargado de algo más pesado, algo que no puedo nombrar. Mi madre, Elena, está de pie junto a la estufa, removiendo una olla con movimientos bruscos, su rostro endurecido por una tensión que no necesita palabras para hacerse sentir. Sus ojos oscuros, marcados por sombras de cansancio, evitan los míos mientras corta hierbas con un cuchillo que tiembla apenas en sus manos. Siento el peso del colgante de obsidiana contra mi pecho, su frío sutil vibrando como si supiera lo que estoy a punto de hacer, como si sintiera el eco de mi decisión de anoche: no puedo seguir viviendo en la ignorancia.
—Pasa las tortillas, Alina —dice sin mirarme, su voz firme pero con un trasfondo de agotamiento, como si cada palabra le costara más de lo que admite.
Obedezco en silencio, dejando el montón de tortillas calientes sobre la mesa de madera gastada. Mis dedos rozan la superficie áspera, y por un instante me pierdo en el recuerdo de las noches en que mi abuela se sentaba aquí conmigo, contándome historias del bosque con una mezcla de reverencia y advertencia. Su voz aún resuena en mi cabeza, susurrando de espíritus que guardan secretos en la tierra, de un lugar donde la luna sangra y los árboles susurran nombres olvidados. Sacudo la cabeza para alejar esos pensamientos, pero el colgante parece latir contra mi piel, un recordatorio de que no puedo escapar de lo que soy… o de lo que podría ser.
—Mamá —empiezo, mi voz suave pero cargada de una emoción que no puedo contener, mientras enrollo una tortilla entre mis manos solo para tener algo que hacer—. ¿Por qué no me hablas del bosque? Sé que hay algo que no me estás contando. Lo siento… en los sueños, en este colgante. No puedo seguir fingiendo que no pasa nada.
Su mano se detiene a medio camino, el cuchillo suspendido sobre un manojo de cilantro. La miro de reojo y veo cómo sus hombros se tensan, cómo su respiración se vuelva más corta. Finalmente, levanta la mirada, y hay algo en sus ojos oscuros que me atraviesa: miedo, sí, pero también una tristeza tan profunda que me hace querer retroceder. Pero no lo hago. No puedo. No esta vez.
—Alina, ya te lo he dicho mil veces —su tono es cortante ahora, una barrera que se alza entre nosotras—. Ese lugar no es para ti. No es para nadie de esta casa. Se traga todo lo que amas, todo lo que importa. Y no voy a dejar que te acerques, ¿me entiendes?
Sus palabras me golpean como un viento frío, pero en lugar de apagarme, avivan algo dentro de mí. Aprieto el colgante con una mano, sintiendo su borde afilado contra mi palma, buscando un ancla en medio de esta tormenta que siempre parece girar a nuestro alrededor. Mi pecho se siente apretado, un nudo de amor y resentimiento que no sé cómo deshacer. La amo, claro que la amo, pero cada día que pasa siento que este pueblo, esta casa, esta vida me asfixian un poco más. Y ella, con sus secretos y sus advertencias, es la mano que aprieta más fuerte.
—¿Y qué pasa con lo que yo siento? —mi voz tiembla, pero no me detengo, las palabras salen como un río que ha estado contenido demasiado tiempo—. ¿Qué pasa con los sueños, mamá? Los lobos, la luna, ese altar… lo veo todo como si estuviera ahí. Y tú no me dices nada. Nada sobre papá, nada sobre la abuela, nada sobre por qué este colgante parece vivo cada vez que pienso en el bosque. ¿Por qué me escondes tanto?
Elena deja caer el cuchillo con un golpe seco contra la mesa, el sonido resonando en la cocina como un trueno pequeño. Sus manos tiemblan visiblemente ahora, y por un segundo pienso que va a romperse, que va a decirme todo lo que he estado esperando escuchar. Pero en lugar de eso, su rostro se endurece aún más, y cuando habla, su voz es baja, casi un susurro, cargada de un peso que no puedo descifrar.
—Hubo un pacto, Alina. Un pacto roto con sangre. Y lo que pasó… no lo entenderías. No estás lista para cargar con esto. —Se da la vuelta, dándome la espalda mientras se apoya en el borde de la estufa, como si necesitara sostenerse de algo sólido—. Déjalo estar. Por tu bien, por el mío… déjalo.
Sus palabras cuelgan en el aire como una niebla densa, cada sílaba goteando un misterio que me quema por dentro. ¿Un pacto? ¿Roto con sangre? Mi mente da vueltas, tratando de encontrarle sentido, pero no hay nada a lo que aferrarme, solo más preguntas que se apilan como sombras en mi cabeza. Quiero gritarle, exigirle que me diga todo, pero al verla así, con los hombros encorvados y las manos aferradas al borde de la mesa, algo en mí se rompe. La culpa me inunda, caliente y pesada, porque sé cuánto le duele esto, cuánto me quiere proteger. Pero también sé que no puedo seguir viviendo a medias, atrapada entre su miedo y mi necesidad de saber.
—Mamá… —empiezo otra vez, más suave ahora, buscando una grieta en su muro, pero antes de que pueda decir más, ella se endereza y sale de la cocina sin mirarme, sus pasos pesados resonando en el suelo de madera hasta que el silencio vuelve a caer sobre mí como un peso.
Me quedo ahí, sola, con el aroma del maíz tostado ahora mezclado con el amargor de las hierbas que ella dejó a medio cortar. Mis ojos recorren la cocina, este espacio que debería ser un refugio pero que siempre ha sentido como una jaula. Mi respiración es irregular, mi corazón late con una mezcla de frustración y determinación que no puedo apagar. No puedo seguir así. No puedo seguir siendo esta versión de mí que obedece y calla, que ignora el susurro del bosque en mis sueños, el frío del colgante que parece llamarme hacia algo más grande, algo que me aterra pero que también me completa.
Sin pensar demasiado, me acerco a uno de los cajones de la cocina, un impulso que no sé de dónde viene pero que no puedo ignorar. Abro el cajón con manos temblorosas, apartando utensilios y trapos viejos hasta que mis dedos rozan algo liso y frío: una fotografía antigua, desgastada en los bordes. La saco con cuidado, y mi aliento se detiene al verla. Es mi abuela, más joven de lo que la recuerdo, con su cabello negro azabache cayendo sobre los hombros y una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Pero lo que me paraliza es el colgante de obsidiana que lleva al cuello, idéntico al que cuelga de mi propio pecho, brillando incluso en la imagen como si tuviera vida propia. Mi mente se dispara, recuerdos fragmentados de sus historias inundándome: sus advertencias sobre el bosque, sus susurros sobre un legado que no entendí en ese momento. ¿Qué significaba esto para ella? ¿Qué significa para mí?
Mis dedos tiemblan mientras sostengo la foto, y el colgante contra mi piel parece vibrar con más fuerza, como si respondiera a lo que acabo de encontrar. Me acerco a la ventana, la luz del crepúsculo tiñendo el cielo de un rojo ardiente que parece sangrar sobre el horizonte. Más allá del pueblo, el bosque de Tenango se alza como una muralla de sombras, envuelto en una niebla que parece viva, pulsando con un llamado que no puedo ignorar por más que lo intente. Mi pecho se aprieta, un nudo de miedo y fascinación que me roba el aire. “No puedo seguir así,” susurro para mí misma, mi voz apenas audible pero cargada de una determinación que endurece mi expresión. “Tengo que saber.”
En ese momento, un aullido profundo y gutural corta el silencio del atardecer, resonando desde las profundidades del bosque con una fuerza que me hace estremecer. El colgante vibra con más intensidad, un frío helado recorriendo mi piel como si respondiera a esa llamada salvaje. Mi mirada se fija en los árboles oscuros, y por un instante, juro que algo me observa desde la penumbra, algo que espera. Y aunque el miedo me araña el corazón, sé que no hay vuelta atrás. No después de esto.