reader.chapter — Tormenta en el Altar
Alina
La tormenta rugía como una bestia herida sobre el Claro del Altar Ceremonial, su furia desatada en el corazón del Bosque Prohibido de Tenango. La lluvia caía en cortinas implacables, golpeando la piedra negra del altar con un tamborileo que resonaba como un latido enfermo. El viento ululaba entre los pinos retorcidos, sus ramas sangrando savia oscura que se mezclaba con el barro bajo mis pies. El aire olía a tierra mojada, pero había algo más, un trasfondo de podredumbre que se pegaba a la garganta como un mal augurio. Arrodillada frente al altar, sentía cada gota helada perforar mi piel morena clara, empapando mi cabello negro azabache hasta pegarlo a mi rostro. Mis manos temblaban mientras sostenía el colgante de obsidiana, su brillo rojo siniestro palpitando contra mi pecho como un corazón ajeno.
No podía seguir así. Vacía. Rota. Sin mi magia, era un cascarón, inútil para proteger a nadie. La marca de venas negras en mi brazo ardía con un dolor helado, subiendo desde mi palma hasta el codo, un recordatorio constante de lo que había perdido en el último ritual. Pero esta noche, bajo esta tormenta que parecía arrancar los secretos del bosque, iba a recuperarlo todo. O morir intentándolo. Mis ojos oscuros, pesados de cansancio, se alzaron hacia las runas grabadas en la piedra, apagadas pero cargadas de una promesa que me atraía como un imán. Mi respiración se entrecortaba, no por el frío que calaba mis huesos, sino por el peso de lo que estaba a punto de hacer.
—Alina, no. —La voz de Kael cortó el rugido del viento, grave y gutural, impregnada de un temor que no le había escuchado antes. Estaba a mi lado, su figura alta y musculosa encorvada contra la lluvia, el cabello oscuro pegado a su rostro bronceado. Sus ojos ámbar brillaban con una mezcla de furia y súplica, las cicatrices frescas en su piel marcadas por la sangre seca que la tormenta no lograba lavar. Su tatuaje de garra en el antebrazo parecía latir bajo un rayo fugaz, un recordatorio de su naturaleza de alfa, de su deber de protegerme. Pero no podía dejar que me detuviera. No esta vez.
—Necesito esto, Kael. —Mi voz tembló, pero la endurecí, aferrándome a la chispa de determinación que aún ardía en mi interior. El colgante quemaba contra mi piel, su frío cortante contrastando con el calor de mis lágrimas mezcladas con la lluvia—. No puedo seguir siendo... nada. Sin mi magia, no puedo proteger a la manada. No puedo protegerte a ti.
—Estás jugando con fuerzas que no entiendes. —Su tono era un gruñido bajo, casi animal, mientras daba un paso hacia mí, sus botas hundiendo el barro con un crujido húmedo—. Este altar... está corrupto. Lo sientes, ¿verdad? Detente antes de que sea tarde.
Miré hacia abajo, a la marca en mi brazo, las venas negras retorciéndose bajo mi piel como serpientes vivas. Sí, lo sentía. El bosque entero lo sentía. Cada árbol que goteaba savia oscura, cada aullido lejano que se torcía en un lamento, cada sombra que parecía moverse más allá de lo natural. Pero no había vuelta atrás. Mi pecho se apretó con la culpa, con el miedo, con el vacío que había sentido desde que mi magia se durmió tras el último ritual. Había jurado no dejar que nadie más sufriera por mí. Y si eso significaba arriesgarlo todo, que así fuera.
Ignoré el rugido de protesta en mi mente y alcé el colgante, acercándolo al altar. Mis dedos rozaron la piedra helada, y un escalofrío me recorrió la columna, como si algo dentro de esa roca me reconociera, me reclamara. El rojo del colgante se intensificó, reflejándose en las runas que comenzaron a brillar con una luz enfermiza, un carmesí que parecía sangrar de la piedra misma. Mi corazón latía tan fuerte que apenas escuché el grito de Kael.
—¡Alina, no lo hagas! —Su mano se cerró alrededor de mi muñeca, pero ya era tarde. Una chispa saltó entre el colgante y el altar, y el suelo bajo nosotros tembló con violencia, un rugido profundo emergiendo de las entrañas de la tierra. Las runas estallaron en una luz cegadora, quemando mis retinas incluso a través de los párpados cerrados. Un lamento antiguo, como el grito de mil voces olvidadas, atravesó el aire, helando la sangre en mis venas.
La piedra frente a mí se partió con un crujido seco, una grieta irregular abriéndose como una boca hambrienta. De su interior, una niebla densa y oscura se alzó, formando sombras retorcidas que danzaban en el borde de mi visión. Mi aliento se cortó cuando una voz helada, profunda como el abismo, susurró mi nombre desde la oscuridad.
—Alinaaa... —Cada sílaba era un corte, un eco que se clavaba en mi alma, cargado de una promesa de dolor y venganza. Sentí un frío paralizante extenderse desde mi pecho, bajando por mis brazos, hasta que un dolor agudo estalló en la marca de mi brazo. Miré hacia abajo, horrorizada, viendo cómo las venas negras trepaban más allá de mi codo, retorciéndose hacia mi cuello como si intentaran estrangularme desde dentro. Mi piel ardía y se helaba al mismo tiempo, y un jadeo escapó de mis labios mientras el colgante vibraba con una intensidad que casi me hizo soltarlo.
—¡Maldita sea, Alina! —Kael rugió, su voz quebrándose con una mezcla de furia y miedo. Sus manos me agarraron por los hombros, tirando de mí hacia atrás con una fuerza que casi me derribó. Su calor contrastaba con el frío que me consumía, pero no podía apartar los ojos de la grieta. Las sombras dentro de ella se alzaban, tomando formas que no eran humanas ni animales, formas que susurraban promesas de muerte en lenguas que no debería entender pero que resonaban en mi sangre.
El suelo tembló de nuevo, más fuerte, y la lluvia se tornó más densa, como si el cielo mismo llorara por lo que acabábamos de hacer. Caí de rodillas, jadeando, el dolor de la corrupción extendiéndose como fuego líquido por mi cuerpo. Kael se arrodilló a mi lado, sus manos aún aferradas a mí, su respiración entrecortada mientras sus ojos ámbar buscaban los míos. En ellos vi algo que me destrozó: puro horror. No por él, sino por mí. Por lo que había desatado.
La voz helada resonó una vez más, ahora con una risa profunda, ancestral, que parecía surgir de las entrañas mismas del bosque. —Han olvidado... pero yo no. Venganza... —Las palabras se desvanecieron en la niebla, pero su peso se asentó en mi pecho como una piedra. Las sombras retorcidas se alzaron más alto, mezclándose con la tormenta, sus formas disolviéndose en la oscuridad mientras el viento las llevaba hacia los árboles.
Miré a Kael, mi visión borrosa por la lluvia y las lágrimas que no sabía que había derramado. Su rostro estaba tenso, las cicatrices marcadas por la tensión, y por un momento, no hubo palabras. Solo el rugido de la tormenta y el latido de mi propio terror. El colgante en mi mano brillaba con un rojo más intenso, como si celebrara lo que había comenzado. Y bajo nuestros pies, el suelo aún temblaba, un recordatorio de que esto no era el fin, sino apenas el principio de algo mucho peor.
Habíamos despertado algo terrible. Algo que el bosque había sellado por una razón. La Sombra de la Luna, un nombre que aún no conocía pero que ya sentía como un veneno en mi sangre, había regresado. Y no había marcha atrás.