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Novelas románticas en un solo lugar

reader.chapterSombras en el Pueblo


Elena

Bajo el golpeteo incesante de la lluvia, la cocina de mi casa en San Isidro se siente como un refugio a punto de desmoronarse. El techo de teja gotea en un rincón, cada gota un eco de mi inquietud, mientras el olor a podredumbre se cuela desde el Bosque Prohibido, mezclándose con el aroma de las hierbas medicinales que cuelgan de las paredes. Estoy sola, sentada en la mesa gastada, mirando el amuleto de luna creciente de Alina. La piedra lisa parece absorber la luz mortecina de la lámpara de aceite, y mis dedos, arrugados por los años y temblorosos por el miedo, lo acarician como si pudiera traerla de vuelta. Mis ojos, cansados y enrojecidos de tanto llorar en silencio, no se apartan de él. Cada sombra que danza en las paredes desvaídas parece susurrar su nombre, y el viento, que silba a través de las rendijas, trae un lamento que me hiela la piel. No puedo quedarme aquí, paralizada, mientras mi hija enfrenta horrores que apenas comprendo.

El peso de la culpa me aplasta el pecho cada vez que pienso en las verdades que le oculté. Sobre su padre, sobre el linaje de brujas, sobre el bosque que siempre le prohibí cruzar. ¿Y de qué sirvió? Ella está allá afuera, en el corazón del Abismo de las Lunas, enfrentando a La Sombra que desaté con mi silencio. Me levanto con un movimiento brusco, el chirrido de la silla resonando en la quietud, y preparo un té de manzanilla con manos que no dejan de temblar. El vapor caliente apenas alivia el frío que se ha instalado en mis huesos, un frío que no tiene nada que ver con la lluvia. Tengo que hacer algo. No puedo seguir escondiéndome detrás de estas paredes mientras Alina paga el precio de mis errores.

Un golpe en la puerta me saca de mis pensamientos. Mi corazón da un vuelco, y por un instante temo que sea alguien de la secta de Rafa, con sus ojos fríos y sus promesas de purgar el mal. Pero al abrir, encuentro a Doña Lucrecia, la anciana curandera del pueblo, envuelta en un rebozo empapado. Detrás de ella, un pequeño grupo de habitantes espera bajo la lluvia, sus rostros tensos y sus ojos llenos de un miedo que conozco demasiado bien. Hay un joven, Miguel, con los puños apretados, y dos mujeres mayores que murmuran oraciones mientras sostienen rosarios. No son muchos, pero son los únicos que aún confían en mí, los que no han sucumbido al veneno que la secta ha derramado sobre San Isidro, pintando a Alina como una bruja.

—Elena, no podemos esperar más —dice Doña Lucrecia, su voz ronca cortando el ruido de la tormenta. Sus ojos, hundidos por la edad, brillan con una urgencia que me sacude—. Si lo que dices es cierto, si Alina está en el Abismo, cada hora que pasa la acerca más a la muerte. O a algo peor.

Trago saliva, el nudo en mi garganta apretándose. Sé de qué habla. Las leyendas que me contaron de niña, las mismas que intenté olvidar, vuelven a mí como cuchillos. El Abismo de las Lunas no es solo un lugar; es un hambre, un vacío que devora todo lo que toca. Y mi hija está en su corazón.

—Hay algo que no les he dicho —confieso, mi voz temblando mientras cierro la puerta tras ellos. El grupo se apiña en la pequeña cocina, el barro de sus botas ensuciando el suelo, pero no me importa. Saco una caja de madera de debajo de la mesa, donde guardo recuerdos que he jurado no volver a tocar. Dentro, entre amuletos y fotografías desvaídas, hay un pergamino enrollado, frágil como un suspiro. Lo desdoblo con cuidado, revelando un mapa antiguo, trazado con tinta que parece sangre seca. Las líneas serpenteantes marcan el Bosque Prohibido y más allá, el Abismo, con un punto señalado como “Santuario Secundario”. Un lugar de sacrificio, según las notas garabateadas por mi abuela.

Doña Lucrecia se inclina sobre el mapa, sus dedos huesudos trazando las líneas con reverencia y temor. —Esto es antiguo, Elena. Más antiguo que el pueblo mismo. Mi madre hablaba de un segundo santuario en el Abismo, un templo donde las brujas de la luna creciente hacían pactos con la sangre. Pero también decía que nadie regresaba de allí. No entero.

Un escalofrío me recorre la espalda, y miro a los demás. Miguel, el joven, frunce el ceño, sus manos inquietas. —¿Y si es una trampa? ¿Y si el bosque nos reclama antes de llegar? Hemos oído los aullidos, Elena. No son de lobos. No como los conocemos.

Su miedo es un espejo del mío, pero no puedo permitírmelo. No ahora. Me enderezo, aunque mis rodillas tiemblan bajo el peso Invisible de mi decisión. —Si no vamos, Alina no tendrá ninguna oportunidad. ¿Quieren que su sangre sea la próxima que manche ese lugar? ¿O prefieren quedarse aquí, esperando a que la secta venga por sus propios hijos, acusándolos de herejía solo por mirarlos a los ojos?

Las palabras salen más duras de lo que pretendo, pero surten efecto. Las mujeres se persignan, asintiendo con labios apretados, y Miguel baja la mirada, avergonzado. Doña Lucrecia me observa con una mezcla de respeto y tristeza, como si supiera el costo de lo que estoy pidiendo. Y el que estoy dispuesta a pagar.

—Entonces está decidido —murmuro, enrollando el mapa con dedos que apenas obedecen—. Nos iremos al amanecer. Pero primero, necesitamos lo que está bajo el patio.

La lluvia no cede mientras salimos al pequeño patio trasero, donde la tierra está blanda y oscura como la noche misma. Miguel y yo cavamos bajo una losa suelta, el barro pegándose a nuestras manos como si quisiera atraparnos. Finalmente, sacamos un cofre pequeño, cubierto de musgo y vibrando con algo que no puedo explicar. Dentro, además del mapa, hay amuletos y notas de mi abuela, pero uno de ellos, un colgante menor, brilla con un leve resplandor rojo. Lo ignoro, concentrándome en el mapa, aunque siento su calor helado a través de la caja. Mi aliento se condensa en el aire frío mientras murmuro una oración, las palabras de mi infancia volviendo a mí como un escudo frágil. La lluvia empapa mi rebozo, y el olor a podredumbre del bosque se intensifica, como si nos estuviera observando desde los árboles que marcan el borde del pueblo.

De repente, las campanas de la Vieja Iglesia resuenan, un lamento profundo que corta la tormenta como un grito humano. Me detengo, el corazón latiendo con fuerza, y miro hacia el centro del pueblo. Ese sonido no es normal. Es una advertencia, o tal vez una amenaza. La secta de Rafa podría estar vigilándonos, sus ojos escondidos en cada sombra, sus cuchillos listos para cortar cualquier esperanza que intentemos sembrar. Doña Lucrecia agarra mi brazo, sus uñas clavándose en mi piel. —No tenemos tiempo, Elena. Si saben lo que hacemos, vendrán por nosotras antes de que podamos salir.

Asiento, aunque el miedo me retuerce las entrañas. No puedo pensar en eso ahora. No puedo pensar en el bosque que siempre evité, en las historias de mi madre sobre criaturas que desgarran almas, en el peso de cada paso que me acercará a un lugar que juré nunca pisar. Solo puedo pensar en Alina. En sus ojos oscuros, tan llenos de vida antes de que todo se desmoronara. En la forma en que su voz temblaba al despedirse, como si supiera que no volvería a verme.

Guardamos el cofre y el mapa, y mientras el grupo se prepara para partir, me quedo un momento sola bajo la lluvia, el rebozo pegado a mi piel como una segunda capa de temor. Sostengo el amuleto de luna creciente contra mi pecho, su frío quemando mi palma, y murmuro una última oración, buscando fuerza en un dios que no sé si me escucha. Un aullido lejano resuena desde el Bosque Prohibido, un sonido que no pertenece a este mundo, un eco de mi propio miedo que me hace cerrar los ojos con fuerza. Las campanas tañen una vez más, más profundas, más desesperadas, como si el pueblo mismo supiera el caos que se avecina.

No hay vuelta atrás. Mañana, con el primer rayo de un sol que apenas se atreve a asomarse bajo este cielo enfermo, cruzaré el umbral que siempre temí. Por Alina. Por la sangre que corre por mis venas y las suyas. Por un legado que nunca quise, pero que ahora debo cargar. Que el bosque me perdone, o que me devore. No importa. Mientras ella viva, todo lo demás puede arder.