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Novelas románticas en un solo lugar

reader.chapterLa Voz de la Manada


Tercera Persona

Amanecer se filtraba a través de las nubes pesadas sobre la Mansión Vinter, tiñendo el cielo de un gris deslavado que apenas aliviaba la penumbra de la noche anterior. La bruma fría se colaba por las grietas de la antigua estructura, acariciando la piedra negra con dedos helados. En el interior, el aire olía a humedad y decadencia, y el silencio era tan denso que el más mínimo crujido resonaba como un grito. Lea Vinter estaba sentada al borde de la cama en la habitación de su abuela, con las manos temblorosas mientras sus dedos recorrían la cicatriz de media luna en su muñeca izquierda. El brillo plateado aún latía, débil pero persistente, como un corazón que se negaba a apagarse. Su mente giraba en torno a lo sucedido con Kyle, a esa marca compartida que ardía bajo su piel, a la corriente eléctrica que había recorrido su cuerpo cuando él trazó la runa sobre su cicatriz. Sus ojos grises, apagados por el agotamiento, miraban sin ver el diario de cuero negro que descansaba en su regazo, como si pudiera encontrar respuestas en su candado oxidado.

Un golpe suave pero firme en la puerta principal rompió el silencio, haciendo que su corazón diera un vuelco. Se puso en pie de un salto, dejando el diario sobre la cama, y bajó las escaleras con pasos vacilantes. El vestíbulo, dominado por la lámpara de araña polvorienta, parecía contener el aliento mientras ella se acercaba a la puerta. Al abrirla, el aire frío del exterior la golpeó como una bofetada, pero no fue el viento lo que la hizo detenerse. Frente a ella estaba una mujer de complexión delgada pero fuerte, con piel morena y ojos verdes penetrantes que brillaban con una intensidad casi animal. Su cabello castaño, cortado en un bob desordenado, enmarcaba un rostro que mezclaba calidez y autoridad. Vestía botas de combate y una chaqueta de cuero gastada, y una marca de garra en su hombro derecho asomaba bajo la tela.

—Tenemos que hablar —dijo la desconocida, su voz cálida pero directa, sin esperar invitación antes de entrar. Sus botas resonaron contra el suelo de madera podrida mientras avanzaba hacia el salón principal, dejando a Lea parpadeando en el umbral, con una mezcla de desconfianza y curiosidad apretando su pecho.

—¿Quién eres? —preguntó Lea, cerrando la puerta tras ella con un crujido. Su tono era cortante, cargado de la tensión de la noche anterior. Siguió a la mujer, notando cómo sus movimientos eran fluidos, casi depredadores, como si cada paso estuviera calculado.

—Mira Falke, beta de la manada Ostmark —respondió, girándose para mirarla. Cruzó los brazos, pero su postura era más protectora que amenazante—. No estoy aquí para hacerte daño, si es lo que piensas. Aunque después de lo de anoche, no te culpo por estar a la defensiva.

Lea frunció el ceño, sus dedos rozando instintivamente la cicatriz en su muñeca. El brillo plateado parpadeó bajo su toque, y el recuerdo de los ojos ámbar de Kyle la atravesó como un relámpago. —¿Lo de anoche? ¿Sabes lo que pasó con… él?

Mira arqueó una ceja, un destello de sarcasmo cruzando su rostro. —Si quisiera hacerte daño, no estaría charlando en este mausoleo. Sí, sé lo que Kyle hizo. Y sé lo que eres, o lo que estás empezando a ser. Una curadora. Y eso, créeme, no es algo que puedas ignorar.

Las palabras cayeron como piedras en el pecho de Lea, pesadas y frías. Dio un paso atrás, chocando con el borde de una mesa polvorienta. —¿Qué soy para ustedes? ¿Por qué todos hablan de mí como si fuera una amenaza?

Mira suspiró, su mirada suavizándose mientras se apoyaba contra el marco de una ventana. Afuera, la bruma se arremolinaba alrededor de los árboles retorcidos que rodeaban la mansión. —No elegiste esto, pero ahora estás en el juego. Eres de Sangre Plateada, un linaje que puede controlar a los lobos como nosotros. Un alfa nunca se doblega, y una curadora nunca manda, no sin sangre. Esa es la ley. Pero lo que pasó con Kyle… eso rompe todo lo que juramos.

Lea apretó los labios, su mente girando. El eco de las palabras de Mira resonaba con las historias de su abuela, esas leyendas de magia y lobos que siempre había creído eran solo cuentos. Pero la cicatriz en su muñeca, el brillo, los ojos de lobo en el espejo… todo era demasiado real. Quería respuestas, pero cada palabra parecía abrir más preguntas, más miedo.

A kilómetros de distancia, en lo profundo del bosque de Hexenberg, la Guarida de la Manada Ostmark bullía con una tensión que cortaba el aire como garras. Las cabañas de madera y pieles se alzaban alrededor de una fogata central que nunca se apagaba, su resplandor anaranjado iluminando rostros feroces y cicatrices expuestas. El olor a carne asada y sudor se mezclaba con el aroma terroso del musgo, mientras gruñidos bajos y murmullos ásperos llenaban el campamento. Kyle Draygon caminaba entre su manada, su figura imponente proyectando una sombra que hacía retroceder incluso a los lobos más valientes. Su cabello negro estaba despeinado, y sus ojos ámbar brillaban con una mezcla de agotamiento y furia contenida. Bajo su camisa oscura, la nueva cicatriz en forma de media luna latía en sincronía con la de Lea, un recordatorio ardiente de lo que había hecho, de lo que no podía deshacer.

Los lobos lo observaban, sus miradas cargadas de desconfianza. Algunos apartaban los ojos, otros gruñían en voz baja, y el aire vibraba con una pregunta no pronunciada: ¿por qué su alfa, el más fuerte entre ellos, olía a humano? ¿Por qué llevaba una marca que no debería existir? Kyle apretó la mandíbula, su mano rozando el colgante de colmillo en su cuello mientras gruñía una orden para que volvieran a sus tareas. Pero en su interior, una tormenta rugía tan feroz como la de la noche anterior. La atracción por Lea, esa corriente que lo había desarmado cuando trazó la runa sobre su cicatriz, lo desestabilizaba más que cualquier desafío a su liderazgo. Y sabía que no podía mostrarlo, no ahora, no nunca.

Desde el borde del campamento, una figura robusta emergió de las sombras, su cabello rubio ceniza cortado al ras y una cicatriz irregular cruzando su rostro desde la sien hasta la mandíbula. Erich Stahl avanzó con pasos pesados, sus ojos azul hielo destilando una mezcla de burla y desafío. Vestía ropajes oscuros con detalles de piel de lobo, proyectando una crueldad que hacía que los lobos más jóvenes se apartaran a su paso. Se detuvo frente a la fogata, dejando que las llamas arrojaran sombras danzantes sobre su rostro mientras alzaba la voz para que todos lo oyeran.

—¿Desde cuándo un alfa se deja marcar por una humana? —dijo, su tono cortante como una hoja. Los murmullos de la manada se intensificaron, y Erich giró la cabeza para mirarlos, alimentando su inquietud con cada palabra—. ¿Qué sigue, Draygon? ¿Nos arrodillaremos ante esa nueva reina humana que nos encadenará otra vez?

Kyle dio un paso adelante, su gruñido resonando como un trueno en el campamento. Sus ojos ámbar brillaron con una furia peligrosa mientras se enfrentaba a Erich, su cuerpo tenso como un arco listo para disparar. —Mi marca no te concierne, Stahl. Mantén tu lugar o lo perderás.

Erich sonrió, una curva cruel que no alcanzó sus ojos. Dio un paso más cerca, bajando la voz para que solo Kyle y los lobos más cercanos lo oyeran. —¿Mi lugar? Mi lugar es donde tú fallas. Si no puedes proteger nuestra libertad, alguien más lo hará. Esa curadora es una amenaza, y lo sabes.

Por un instante, la mano de Kyle se crispó, deseando borrar esa sonrisa de un golpe. Pero se contuvo, consciente de que cualquier signo de debilidad alimentaría el fuego que Erich estaba encendiendo. La manada ya estaba fracturada, los murmullos de duda creciendo como maleza en un bosque oscuro. Y en el fondo de su mente, la imagen de Lea, con su piel pálida brillando bajo la luz de la tormenta y sus ojos grises cargados de miedo y poder, lo golpeaba como un latigazo. No podía permitirse pensar en ella, no ahora. Pero la cicatriz en su pecho latía, un recordatorio implacable de que algo más grande que su voluntad lo ataba a ella.

De vuelta en la Mansión Vinter, Mira seguía hablando, su voz un ancla en la tormenta de emociones que azotaba a Lea. Estaban sentadas ahora en el salón principal, junto al espejo antiguo que había mostrado a Lea su reflejo de lobo. La beta había suavizado su tono, aunque sus palabras seguían cargadas de peso. —No todos los juramentos se sienten bien en el pecho —admitió, mirando por la ventana hacia el bosque cubierto de bruma—. Pero son lo que nos mantiene unidos. Kyle… él no debería haber hecho lo que hizo. Y tú no deberías estar marcada. Pero aquí estamos.

Lea apretó el diario contra su pecho sin darse cuenta, como si pudiera protegerla de lo que venía. —¿Y qué significa eso para mí? ¿Qué quiere Kyle? ¿Por qué me marcó?

Mira dudó, sus ojos verdes oscureciéndose con algo que parecía empatía. —No lo sé. Pero una cosa es segura: estás en el centro de algo que no puedes controlar todavía. Y mientras no lo hagas, eres un peligro. Para ti, para nosotros, para todos.

El silencio que siguió fue pesado, roto solo por el ulular lejano de un lobo que hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Lea. Quería gritar, exigir respuestas claras, pero algo en la mirada de Mira le decía que no las tendría, no todavía. La beta se puso en pie, ajustándose la chaqueta con un movimiento brusco. —Ten cuidado, Lea. Esto es solo el comienzo.

Mientras Mira se dirigía a la puerta, dejando tras de sí el eco de sus botas, Lea sintió que el frío de la mansión se volvía más agudo, como si la propia casa supiera lo que se avecinaba. Sus dedos rozaron la cicatriz una vez más, el brillo plateado parpadeando como una advertencia. No sabía qué era, no realmente, pero una cosa estaba clara: el mundo que había conocido estaba desmoronándose, y algo oscuro y salvaje la esperaba más allá de esas paredes.

En la Guarida de la Manada Ostmark, la noche había caído completamente, envolviendo el campamento en una oscuridad que solo la fogata central desafiaba. Erich Stahl se alejó de la confrontación con Kyle, sus pasos pesados resonando contra el suelo marcado por huellas de garras. Se detuvo en el borde del campamento, donde los árboles retorcidos del bosque de Hexenberg se alzaban como guardianes silenciosos. Su mirada fría y calculadora se perdió en la penumbra, y un seguidor leal, un lobo joven con ojos hambrientos de caos, se acercó a él.

—Si el alfa no corta las cadenas, lo haré yo —susurró Erich, su voz baja pero cargada de veneno—. Esa curadora no durará.

El joven lobo asintió, un gruñido bajo vibrando en su garganta mientras la fogata arrojaba sombras danzantes sobre la cicatriz facial de Erich. Un aullido lejano rasgó la noche, un eco de promesas y amenazas que se alzaba desde las profundidades del bosque. Y en ese momento, bajo la luz de una luna oculta tras nubes gruesas, el primer hilo de una rebelión comenzó a tejerse, un peligro que aún no había mostrado su verdadero rostro, pero que ya acechaba en la oscuridad.